domingo, 30 de noviembre de 2014

Letras disímiles: El pensador (I)

Años después, cuando volví a encontrármelo, en la Facultad de Derecho de Valencia, había dejado atrás muchos de sus escrúpulos, y aunque seguía siendo un capullo, se hacía más difícil odiarlo porque la repulsión que sin duda seguía despertando iba unida ahora a cierta dosis de compasión.
         Habíamos ido juntos a la escuela primaria durante un curso, en primero de EGB, cuando teníamos seis años. No tengo imágenes demasiado claras de aquella época, o al menos muy pocas que pueda referir íntegramente. De él, solo tres cosas.
         La primera, su resistencia a contestar cuando le preguntaban. «Estoy cavilando», era su respuesta invariable, y eso únicamente cuando la impaciencia del aspirante a interlocutor ya había tenido que repetir la pregunta. Agotaba la paciencia de cualquiera, claro, incluso del resto de los niños, que no nos atrevíamos a levantar la mano en pleno proceso meditativo y percibíamos además la tensión creciente del adulto que presidía la clase y que en aquellos tiempos aún era el juez, la ley y su ejecutor.
         La segunda, que fue quien me confirmó que los Reyes Magos eran un fraude. «Los Reyes son los padres», me dijo, y aunque yo ya no veía todo ese asunto nada claro porque había reconocido al vecino, torpemente disfrazado –la barba ya sabía yo que no era postiza− y algo ebrio, entrando en nuestra casa con los tradicionales regalos la Navidad anterior, la frase de mi amigo, pronunciada camino del colegio a casa, bajo el cálido sol de junio y sin que viniese a cuento, me desconcertó.
         Creo que aquello fue el origen de lo que me dijo antes de nuestro reencuentro, en la tercera escena que recuerdo: «tú y yo, nuestras familias, no somos de la misma clase y no podemos hablar más». Fue en la última semana de curso, frente a su casa, hasta donde lo acompañaba cada día de clase porque estaba de camino de la mía. Se había hecho un silencio incómodo antes de esas definitivas palabras suyas y yo le pregunté. Que estaba cavilando, contestó. Pues claro, qué otra cosa podía ser. Y luego aquello de que no éramos de la misma clase, que me costó bastante de entender. Cómo no íbamos a ser de la misma clase, si llevábamos todo el curso juntos. Y que si lo habían pasado a primero A, quise saber, donde iban todos los niños bien vestidos como él, pensé, pero ya no quiso responderme.
         Cuando lo conté en casa, obtuve al menos una explicación del comportamiento de mi amigo, aunque me resultara, por mi limitado conocimiento del mundo, poco convincente. Mi madre había hablado con su madre sobre asuntos navideños, sin necesidad −como he dicho, las limitadas dotes interpretativas del vecino ya habían derribado uno de los pilares de mi inocencia− y sin ningún provecho, porque en cualquier caso no había vuelta atrás. La charla no fue bien, aunque no recuerdo los detalles, si es que llegaron a contármelos. Solo entendí que mi amigo no me había dicho más que la verdad: su familia profesaba la obstinada fe de los Testigos de Jehová y a nosotros, por simple tradición, aún nos contaban entre los católicos; ellos eran ricos, nosotros pobres; rehuían el trato con los extraños a su congregación y nosotros, siempre de paso, no hacíamos ascos a nadie porque no teníamos tiempo de elegir demasiado entre una mudanza y otra. Mi madre empleó toda la elocuencia de la que fue capaz para aclarármelo todo y no puedo decir que recuerde ni una sola de sus palabras. Mi padre, en cambio, pronunció únicamente una, y como solo en muy contadas ocasiones le he escuchado decir un improperio su efectividad fue inmediata y concluyente.
         El curso siguiente ya no quedaba nadie para quien los Reyes Magos fuesen un misterio. Aquel año hubo también, me explicaron, una tentativa de golpe de Estado. Observé que mis padres se preocupaban por primera vez por algo distinto a los peligros a que inconsciente o premeditadamente me exponía en lo más alto de los columpios del único parque que había en el barrio. Un cartel anunciaba que la casa de mi amigo se alquilaba y yo no había vuelto a saber de él. Llegaron nuevos alumnos –aquella era una zona de las afueras, casi marginal, a medio hacer y prácticamente sin asfaltar, y las familias procuraban no quedarse demasiado tiempo−, ninguno, es cierto, con las capacidades meditativas de mi antiguo compañero. Pero nadie preguntó por él. Muchos ni siquiera lo habían conocido y el resto había empleado provechosamente el verano en olvidarlo. Yo, lo confieso, pensé en él con rencor por algún tiempo. Pero a esa edad las cosas duran poco y además solo estaba al principio de las decepciones que me esperaban.

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