viernes, 28 de febrero de 2014

Sobre la verdad


Es un desierto circular el mundo,
el cielo está cerrado y el infierno vacío.
Octavio Paz, «Elegía interrumpida»

Se dice que las regiones de la verdad se extienden en los confines del mundo, en un páramo cenagoso poco explorado y de difícil acceso, más allá de los territorios conocidos y rodeado de inimaginables amenazas. Los exploradores le tienen miedo porque su légamo engañoso y sus abismos insondables no ofrecen tregua al viajero; además, cuentan que habitan allí toda clase de espantosos demonios. Sobre este asunto, circulan innumerables leyendas, cada una de ellas con un matiz característico pero coincidentes todas en la abominación. Algunas dicen que esas perversas criaturas acechan sin ojos y escuchan sin oídos, y otras dicen que en realidad se apoderan de los sentidos de quienes se aventuran en sus dominios y que infunden quimeras en sus mentes y en sus labios y las propagan en una lengua cuyo sonido es semejante al graznido de un cuervo sobre un busto de Palas.

Todos los expedicionarios que han conseguido regresar del país de la verdad refieren historias extraordinarias; muchos jamás han logrado volver, si es que llegaron siquiera a rebasar sus fronteras, y los hay también que han perdido de forma irreversible la razón a causa del incómodo asombro y del profundo vértigo de contemplar lo que apenas aciertan a definir como una esfera infinita e inmóvil, a la vez susceptible de ser observada de una sola vez pero cuya posición exacta es imposible de determinar. Abundan, por otro lado, las narraciones fantásticas, prueba tal vez, aunque resulte paradójico, de la existencia de esa cosa que llamamos verdad, aunque nadie sepa muy bien en qué consiste. Son muchos los testimonios, por ejemplo, que la describen como un ser que acecha detrás de cada idea, antes de que esta adopte una forma verbal apta para ser comunicada, o como un monstruo de cien cabezas que se devoran entre sí hasta que solo queda una de ellas; algo que arrastra el viento y se parece a los balbuceos de los niños, de los locos y de los borrachos; algo que repta sobre la tierra anegada de sangre y que fluye oscura como ella pero en sentido inverso, hasta el punto de contacto entre la mano del verdugo y la herida; o se mueve inflexible como las agujas de un reloj en una fiesta de disfraces, antes de que cese la música y aparezca el último invitado, cuya máscara es la muerte; o se abate oscilando desde el cielo cerrado como un pesado péndulo; o se oye como un cadáver latiendo bajo el suelo a cada paso del intranquilo caminante, con la amenaza de arrastrarlo hasta la fosa ante cualquier atisbo de mentira.

Gustave Doré, Inferno, Canto XXIII


Pero de vez en cuando hay algunos –corre la voz que casi siempre del linaje montaraz de los misántropos− que consiguen alcanzar los páramos de la verdad y atravesar por completo sus desoladas ciénagas. Siempre se trata de un caminante solitario que ignora o no cree para nada las habladurías, y como que mientras avanza se siente extrañamente a salvo, porque la suerte a veces acompaña a los insensatos, y por primera vez se tolera su presencia y sus palabras, es posible que llegue hasta el final sin haber advertido el peligro, o tal vez, concedámoslo, no le importe en ningún modo. Y de todos los que se aventuran a transitar por esos crueles territorios son los únicos que no alimentan las leyendas con nuevas fantasías sobre seres monstruosos y repugnantes, sobre alguna alucinación que se haya apoderado de sus mentes, algo de la tierra o del aire, de este mundo o de otro. Para ellos no existen los disfraces ni los relojes de la exterminación ni los péndulos fatales ni los cadáveres delatores. Además, sea por una cuestión de fe o por pura estupidez, nunca se los puede convencer de que en realidad han esquivado como mucho, y momentáneamente, el infierno teológico, pero no el infierno terrenal.