lunes, 1 de diciembre de 2014

Cumpleaños

Sé que los aniversarios no son más que un ejemplo de la manía clasificatoria de nuestra especie. Lo ordenamos, lo numeramos todo porque no soportamos la indeterminación. Cada día del año está dedicado a una conmemoración: una enfermedad, la patria, una lacra social, un descubrimiento. Con ello pretendemos recordar, subrayar nuestra obstinación, pero con frecuencia lo olvidamos todo salvo el paso del tiempo.
         Se trata también de un acto de imaginación poética, y desde luego que los cumpleaños no escapan a esta mirada introspectiva a nuestra propia naturaleza:

Ver en el día o en el año un símbolo
de los días del hombre y de sus años,
convertir el ultraje de los años
en una música, un rumor y un símbolo,
[...]tal es la poesía (Borges, «Arte poética»)

         Nos felicitan y «Bien —pensamos—, seguimos vivos». Proclamamos nuestra continuidad y nos repetimos «sigo vivo, sigo vivo», como en aquel antiguo cuento jasídico:

Rabí Rafael de Bershad dijo: «Dicen que el orgulloso renace como las abejas. Porque, en su corazón, el hombre soberbio piensa: Yo soy un escritor, yo soy un cantor, yo soy grande en el estudio. Y verdad es lo que se dice de hombres semejantes: que no se volverán hacia Dios ni siquiera en el umbral del infierno. Renacen después de su muerte y nacen de nuevo como abejas que zumban y zumban: yo soy, yo soy, yo soy

Pero si introducimos un principio de filantropía, podemos entonces advertir que los demás también siguen vivos, y el cumpleaños se convierte en la celebración de una prórroga del apocalipsis.
         Sin duda, las dos posturas anteriores, con sus matices, son las más juiciosas en un cumpleaños. La poesía, en cambio, ese paraíso de la insensatez, tiende casi invariablemente al pesimismo en los poemas de cumpleaños, llenos de reproches y de premoniciones de la muerte. Como muestra, dos ejemplos:

CUMPLEAÑOS

Un año es como un torpe dromedario
y abrimos sobre él otro desierto.
Hemos venido en un camello muerto
sobre el que cabalgamos a diario.
¿Será cada año otra cabalgadura?
¿Cumplir años será algo más que un reto
o será ir descubriendo ese secreto
que nos espera tras la puerta oscura?
Cumplir años es como apostar fuerte
por la lenta derrota de la muerte
y ver que aún sigue abierta nuestra herida.
[...]
(Leopoldo De Luis)

CUMPLEAÑOS
Yo lo noto: cómo me voy volviendo
menos cierto, confuso,
disolviéndome en aire
cotidiano, burdo
jirón de mí, deshilachado
y roto por los puños.

Yo comprendo: he vivido
un año más, y eso es muy duro.
¡Mover el corazón todos los días
casi cien veces por minuto!

Para vivir un año es necesario
morirse muchas veces mucho.
(Ángel González)

         Hay un término medio, entre la alegría (otra negligencia) y la desesperación por el paso de los años, con el que, si no me siento más afín, al menos no me produce tanta incomodidad. Son aquellos poemas presididos por la nostalgia de la juventud y sobre todo de la infancia (la infancia y la vejez son las épocas más propicias para la celebración de los cumpleaños), como este, mi preferido, de Pessoa, y con el que acabo:

CUMPLEAÑOS
En el tiempo en que festejaban el día de mi cumpleaños,
yo era feliz y nadie estaba muerto.
En mi antigua casa, hasta cumplir años era una tradición de hace siglos,
y la alegría de todos, y la mía, armonizaba con una religión cualquiera.
En el tiempo en que festejaban el día de mi cumpleaños
yo tenía la gran salud de no percibir ninguna cosa,
de ser inteligente entre la familia,
y de no tener las esperanzas que los otros tenían en mí.
Cuando llegué a tener esperanzas, ya no sabía tener esperanzas.
Cuando llegué a tener la vida, perdí el sentido de la vida.
Si lo que fui de supuesto en mí mismo,
lo que fui de corazón y parentesco,
lo que fui de fiestas de media provincia,
lo que fui de ámenme y soy niño,
lo que fui -¡ay, Dios mío! Lo que sólo hoy sé que fui…
A qué distancia…
(ni lo encuentro)
¡El tiempo en que festejaban el día de mi cumpleaños!
Lo que ahora soy es como la humedad en el corredor final de la casa,
poniendo espigas en las paredes…
Lo que ahora soy (y la casa de los que me amaron tiembla a través de mis lágrimas),
lo que ahora soy es haber vendido la casa,
es haber muerto todos,
es sobrevivir a mí mismo como un fósforo frío…
En el tiempo en que festejaban mi cumpleaños…
¡Qué mi amor, como una persona, ese tiempo!
Deseo físico del alma de encontrarse allí otra vez,
por un viaje metafísico y carnal,
como una dualidad de yo para mí…
¡Comer el pasado con pan de hambre, sin tiempo de mantequilla en los dientes!
Veo todo otra vez con una nitidez que me ciega para lo que hay aquí…
La mesa puesta con más lugares, con mejores diseños en la loza, con más vasos,
la alacena con muchas cosas -dulces, frutas, el resto en la sombra debajo del alzado-,
las tías viejas, los primos diferentes, y todo era por mi causa,
en el tiempo en que festejaban el día de mi cumpleaños…
¡Deténte, corazón!
¡No pienses! ¡Deja el pensar en la cabeza!
¡Oh, Dios mío, Dios mío, Dios mío!
Hoy ya no cumplo años.
Duro.
Se me suman los días.
Seré viejo cuando lo sea.
Nada más.
¡Rabia de no haber traído el pasado guardado en el bolsillo!
¡El tiempo en que festejaban el día de mi cumpleaños…!
Fernando Pessoa


domingo, 30 de noviembre de 2014

Letras disímiles: El pensador (I)

Años después, cuando volví a encontrármelo, en la Facultad de Derecho de Valencia, había dejado atrás muchos de sus escrúpulos, y aunque seguía siendo un capullo, se hacía más difícil odiarlo porque la repulsión que sin duda seguía despertando iba unida ahora a cierta dosis de compasión.
         Habíamos ido juntos a la escuela primaria durante un curso, en primero de EGB, cuando teníamos seis años. No tengo imágenes demasiado claras de aquella época, o al menos muy pocas que pueda referir íntegramente. De él, solo tres cosas.
         La primera, su resistencia a contestar cuando le preguntaban. «Estoy cavilando», era su respuesta invariable, y eso únicamente cuando la impaciencia del aspirante a interlocutor ya había tenido que repetir la pregunta. Agotaba la paciencia de cualquiera, claro, incluso del resto de los niños, que no nos atrevíamos a levantar la mano en pleno proceso meditativo y percibíamos además la tensión creciente del adulto que presidía la clase y que en aquellos tiempos aún era el juez, la ley y su ejecutor.
         La segunda, que fue quien me confirmó que los Reyes Magos eran un fraude. «Los Reyes son los padres», me dijo, y aunque yo ya no veía todo ese asunto nada claro porque había reconocido al vecino, torpemente disfrazado –la barba ya sabía yo que no era postiza− y algo ebrio, entrando en nuestra casa con los tradicionales regalos la Navidad anterior, la frase de mi amigo, pronunciada camino del colegio a casa, bajo el cálido sol de junio y sin que viniese a cuento, me desconcertó.
         Creo que aquello fue el origen de lo que me dijo antes de nuestro reencuentro, en la tercera escena que recuerdo: «tú y yo, nuestras familias, no somos de la misma clase y no podemos hablar más». Fue en la última semana de curso, frente a su casa, hasta donde lo acompañaba cada día de clase porque estaba de camino de la mía. Se había hecho un silencio incómodo antes de esas definitivas palabras suyas y yo le pregunté. Que estaba cavilando, contestó. Pues claro, qué otra cosa podía ser. Y luego aquello de que no éramos de la misma clase, que me costó bastante de entender. Cómo no íbamos a ser de la misma clase, si llevábamos todo el curso juntos. Y que si lo habían pasado a primero A, quise saber, donde iban todos los niños bien vestidos como él, pensé, pero ya no quiso responderme.
         Cuando lo conté en casa, obtuve al menos una explicación del comportamiento de mi amigo, aunque me resultara, por mi limitado conocimiento del mundo, poco convincente. Mi madre había hablado con su madre sobre asuntos navideños, sin necesidad −como he dicho, las limitadas dotes interpretativas del vecino ya habían derribado uno de los pilares de mi inocencia− y sin ningún provecho, porque en cualquier caso no había vuelta atrás. La charla no fue bien, aunque no recuerdo los detalles, si es que llegaron a contármelos. Solo entendí que mi amigo no me había dicho más que la verdad: su familia profesaba la obstinada fe de los Testigos de Jehová y a nosotros, por simple tradición, aún nos contaban entre los católicos; ellos eran ricos, nosotros pobres; rehuían el trato con los extraños a su congregación y nosotros, siempre de paso, no hacíamos ascos a nadie porque no teníamos tiempo de elegir demasiado entre una mudanza y otra. Mi madre empleó toda la elocuencia de la que fue capaz para aclarármelo todo y no puedo decir que recuerde ni una sola de sus palabras. Mi padre, en cambio, pronunció únicamente una, y como solo en muy contadas ocasiones le he escuchado decir un improperio su efectividad fue inmediata y concluyente.
         El curso siguiente ya no quedaba nadie para quien los Reyes Magos fuesen un misterio. Aquel año hubo también, me explicaron, una tentativa de golpe de Estado. Observé que mis padres se preocupaban por primera vez por algo distinto a los peligros a que inconsciente o premeditadamente me exponía en lo más alto de los columpios del único parque que había en el barrio. Un cartel anunciaba que la casa de mi amigo se alquilaba y yo no había vuelto a saber de él. Llegaron nuevos alumnos –aquella era una zona de las afueras, casi marginal, a medio hacer y prácticamente sin asfaltar, y las familias procuraban no quedarse demasiado tiempo−, ninguno, es cierto, con las capacidades meditativas de mi antiguo compañero. Pero nadie preguntó por él. Muchos ni siquiera lo habían conocido y el resto había empleado provechosamente el verano en olvidarlo. Yo, lo confieso, pensé en él con rencor por algún tiempo. Pero a esa edad las cosas duran poco y además solo estaba al principio de las decepciones que me esperaban.

viernes, 31 de octubre de 2014

Letras disímiles: aviso

Sé que empezar explicando una metáfora va del todo contra el buen gusto, y más si la metáfora es tan obvia. Evidenciar las propias carencias, en cambio, tiene tradición. Si declaro que no me faltan las ideas pero sí las formas, tal vez esté fabricando una disculpa un tanto altanera; sin embargo, una vez tolerada esa frívola jactancia, ya puedo consentirme también seguir con la glosa de la metáfora.
         Letras disímiles. No hay una igual a la de otro. Sé que resulta raro afirmarlo en plena era digital pero precisamente las nuevas tecnologías han acentuado las diferencias —como en general nuestro tiempo ha agrandado las distancias entre todos nosotros. Casi a diario nos vemos obligados a escribir alguna cosa a mano, a pesar de que hemos perdido la costumbre de adiestrar la buena letra y la ortografía. Una pequeña nota cotidiana, un nombre, una idea volátil que atamos de forma apresurada en cualquier trozo de papel o en la mano con la que no escribimos. Lo más asombrosamente disímil no está, de todos modos, en que cada uno tenga su propia letra, porque todos somos diferentes. De aquí a caer en la superstición de la grafología solo hay un paso... el primero después del borde de un precipicio. Además, no quiero hacer una exaltación de la diversidad —¡los tópicos y las tipologías humanas son tan útiles!— y tampoco creo en la igualdad, esa invención burguesa para aprovecharse de los desposeídos. Mi metáfora en realidad va por otro lado, menos ecuménico, más íntimo.
         Las cosas que nos suceden o que percibimos y sobre todo las personas que conocemos o con quienes nos cruzamos, dejan un trazo desigual en nuestra memoria. Es como si cada una de ellas escribiese en nuestra mente su propio fragmento. Pedazos —la memoria está hecha de ellos— de letras disímiles. A veces se trata de caracteres bien cuidados, elegantes, que llenan largos párrafos, otras son un garabato que solo entendemos nosotros, otras una simple abreviatura, otras un borrón repugnante que se niega siempre a desaparecer del todo porque exigió demasiada tinta.
         Todos somos conscientes de ello: alguien con quien apenas compartimos un día, unas horas, unos minutos, o a quien solo vimos de lejos, como Dante a Beatriz, deja unas líneas imborrables. En cambio, hemos olvidado por completo a muchos, en mi caso a la mayoría, de nuestros compañeros del instituto y de la facultad, a los profesores, a casi todos nuestros vecinos, si es que llegamos a advertir que existían, y a veces —la memoria es piadosa— a algunos de nuestros amores y de nuestros familiares.
         De eso quiero hablar, de esas letras disímiles trazadas, o trazándose, en mi memoria. Como disidente de tantas patrias ridículas y seguro detractor y fugitivo de las que me acojan en el futuro, los nombres no tienen demasiada importancia, pero imitaré el ejemplo de alguien cuya mano aún no se alzado de la página que escribe en mi memoria y cambiaré algunos. O haré lo que me plazca.

Andrei Distrievich