sábado, 26 de octubre de 2013

Diario de un seductor desconcertado, V


Junio de 2012

Confieso que la adulación siempre me ha resultado más fácil que el reproche, y que para compensar esta voluptuosidad procuro entregarme a la disciplina del ultraje, sin ensañamientos gratuitos, es verdad, pero sin concesiones tampoco. Injuriar puede convertirse en un arte, he leído en cierto librito publicado en el hemisferio austral hacia 1936, pero nadie discutirá que también lo es elogiar, que se inscribe en una tradición tanto o más antigua y que cuenta innegablemente con un mayor número de labradores y no digamos ya de consumidores devotos (léanse, si se duda de mi afirmación, prólogos y contraportadas de cualquier desdichada novela o, sobre todo, de algún libro de flaca poesía, de donde la vanidad sale habitualmente mejor alimentada). Opté, por tanto, al escribir a mi amante, por un tono intermedio. Un camino tal vez más laborioso que cualquiera de los extremos, con más dificultades estilísticas y consecuencias éticas, pero que era el único que yo me veía con ánimo de recorrer. Un camino, si lo pienso bien, que tal vez el destino del viaje no merecía del todo.

         No ignoro que para la mayoría cualquier individuo –con la excepción del propio espécimen que emite el dictamen− no es particularmente imprevisible, que se comporta por lo general de acuerdo a los tópicos, y que solo la pretenciosa convicción de su propia singularidad –que nadie salvo él mismo comprende ni toma en serio− le hace creer una excepción, amparándose en el “tú eres especial” que le decía su abuelita o su primer amor del instituto. Es posible, de todas formas, que no solo se trate de una cuestión de vanidad, como he venido afirmando, y que tenga que ver también con el pánico a la muchedumbre, a la amenaza de no diferenciar los nombres y los cuerpos. Al nacer –antes de nacer− nos imponen un nombre, nos implantan una correspondencia entre nuestro sexo y una serie de colores, de prendas de vestir, de cortes de cabello, proyectan sobre nuestro aún incierto futuro todo un populacho de proyectos, de aspiraciones, de salvoconductos, de negativas, de ese instrumento que alguien no fue nunca capaz de tocar correctamente, de ese avión caído en el océano, de esa guerra perdida. Luego, el dilema nos acompaña de por vida: continuar siendo nosotros –sea lo que sea que seamos− obstinadamente, o ceder, renunciar a aquello que ni siquiera era propiamente nuestro, y sumarnos a la masa indiferente del prójimo –sea lo que sea el prójimo, del que solo sabemos que suele estar representado por el entusiasmo de las estadísticas y las mayorías parlamentarias.

         ¿La verdad? No estoy en disposición de admitir ninguna de las posibilidades, ni siquiera en mi caso; mucho menos en lo que a mi amante se refiere. Y lo mismo en cuanto a la predictibilidad del comportamiento. Presumir que debido a mi extremo cuidado en la elección de las palabras que le había escrito podía asegurarme una determinada respuesta, la que yo esperaba, la concesión de mis pretensiones económicas, me resultaba en el fondo tan insostenible como lo contrario: admitir que su conducta pudiera resultar del todo inesperada, que absolutamente nada de lo que hiciera o dijera respondiese a ciertas pautas previstas. Eso hubiera sido lo mismo que conceder que no la conocía, que no sabía cuáles eran sus platos preferidos, ni su forma de examinar a todo el mundo mientras parecía mirar disimuladamente hacia otro lado, con la mirada oblicua, como si estuviese lejos, muy lejos, pensando en aquella casita blanca de las vacaciones de la infancia, ni la cadencia ni la forma de tocarla para hacer que perdiera la prudencia y el decoro.

         Ni una cosa ni la otra. Imaginaba un punto medio, cierta vacilación, un poco de todo: alguna concesión y algún rechazo. Pero no esto. No recibir respuesta ni siquiera después de un segundo correo, extracto del primero, más firme, más escueto, con mayor apremio. Que ni conteste a los whatsapp, ni a las llamadas al móvil. Nada. Así desde el primer correo. Y ya hace casi dos semanas.

sábado, 19 de octubre de 2013

Diario de un seductor desconcertado, IV

Retomo por fin, después del largo verano mediterráneo, más propicio a la voluptuosidad de la imaginación que a la decisión del esfuerzo este Diario de un seductor desconcertado del que, por el tiempo mediado desde su primera entrega, incluyo aquí los enlaces previos a esta entrada, a fin de que el desconcierto siga siendo la patria de este disoluto seductor y no se pueble de  sus virtuosos lectores:






Diario de un seductor desconcertado, IV


Junio de 2012

Trato de lograr efectos inmediatos pero no traumáticos y consecuentemente, una vez más, me resulta forzoso considerar las alternativas, descartar algunas expresiones, aligerar la sintaxis, recurrir a la facilidad –a la fealdad incluso– de las comparaciones, de las reiteraciones, de los paralelismos o de la paráfrasis en perjuicio de la metáfora, de la ironía, de la hipálage, de la originalidad, en suma. En una palabra: seducir. Eso es, seducir, y seducir de la manera más simple que me sea posible. Simple en un sentido renacentista: con humildad. Entregarme, sin indicio de vacilación, a la previsible psicología del otro. Ser consciente, sobre todo, de su desilusión, del berrinche mayúsculo que ciertas insinuaciones pueden desencadenar en el ánimo de la sensible y apasionada destinataria del correo.

         Mi estrategia se asienta sobre la hipótesis de que ese correo cuidadosamente elaborado, bellísimo en su estilo ni vulgar ni ampuloso, repleto de referencias y descripciones evocadoras de nuestro idilio reciente, despertará sentimientos contradictorios, aunque enlazados en su conjunto por el leitmotiv de una transacción mercantil. Regalos de cumpleaños, cenas románticas, incluyendo la propina para fortuitos mariachis o algún violinista melancólico y para aquel indiscreto y empalagoso camarero que no dejaba de manifestar su satisfacción por que las familias mantuvieran vínculos tan estrechos y salieran a cenar (estaba empeñado en que éramos hermanos, acogiéndose al argumento de nuestro parecido físico, para él extraordinario, hasta que no tuve más remedio que arrancar a mi compañera un profundo gemido, con la mano manifiestamente interpuesta entre sus muslos, debajo de su falda), alguna noche de hotel fugacísima, hurtada a la credulidad del marido, que está acostumbrado a periódicas ausencias por motivos profesionales, inscripciones en múltiples y cursillos o talleres de pintura artística, de cocina, de punto de cruz, de encuadernación para justificar otras ausencias, y la contratación de estudiantes y amas de casa para exponer los resultados prácticos de esas lecciones imaginarias tomadas en rebeldía. No ignoro que toda enumeración es arbitraria, que como mucho solo puede amontonar la muchedumbre de elementos –una subdivisión que es consecuencia siempre de la doctrina o la superstición− de un conjunto determinado también a partir de ciertas inclinaciones subjetivas. Pero tampoco me es desconocido el poderoso efecto de persuasión que provocan los inventarios minuciosos en el lector. «La enumeración –se lee en las Fuori del vuoto de Vincenzo Sciarrino− reivindica la perplejidad del primer hombre que balbucea su primera teoría de conjuntos ante el mundo innominado». Anticipándose casi cuatro siglos al matemático calabrés, Cervantes, en el Prólogo al Quijote había usado la enumeración para mostrar su poder de despertar la imaginación creadora del escritor:


El sosiego, el lugar apacible, la amenidad de los campos, la serenidad de los cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud del espíritu son grande parte para que las musas más estériles se muestren fecundas y ofrezcan partos al mundo que le colmen de maravilla y de contento.


         Tropiezo de forma no deliberada, me precipito sin calcular las consecuencias y golpeo con toda la fuerza irresponsable y desmedida de mi ignorancia contra dos problemas que siglos de filosofía y del arte adivinatoria de la psicología no han sido aún capaces de resolver, el de si las palabras pueden transmitir realmente toda la complejidad del alma humana y de sus intenciones y el de si existe o no un método para evaluar el grado de las enemistades venideras al comprender esas palabras.

sábado, 12 de octubre de 2013

Cotidiano, excepcional


Aunque no llegaré a condenar sin más, solo por seguir el ridículo dictado de las modas, la poesía de la dificultad, de la torsión semántica, del extremo elitista, prefiero siempre los pequeños prodigios de la cotidianeidad, el imprevisto asombro de lo doméstico.

El porteño Ricardo Costa, que desde hace muchos años vive en Neuquén, coincide también con esta preferencia por la humildad. Su poesía, sin encender los fuegos de artificio del lenguaje retórico, alcanza su designio de precisión y emociona no por la cantidad sino por la intensidad de su extrema transparencia.

Dejo aquí dos ejemplos de esta poesía tan esencial como conmovedora a un mismo tiempo:

Puntos de vista

La forma más sencilla de celebrar una fundación
es marcar un punto junto al vacío.
Un punto es una partícula del todo imponiéndose
sobre la nada.
Un punto establece el origen de todas las formas
que caben en el universo, y el universo se mueve
sobre una sucesión de puntos encadenados
en el espacio.
Sobre uno de estos puntos estamos nosotros.
Abrazándonos y girando en un vacío que nos mantiene
flotando sobre un silencio absoluto.
Pero lo mejor de esto no es el silencio ni lo absoluto.
Lo mejor de esto es que nadie sabe que flotamos
porque obedecemos una ley fundamental.
Creo que ese es el punto: flotar abrazados a la idea de la nada
mientras los cuerpos se mueven y la fundación se convierte
en un acto de amor junto al vacío.


Clima

Nos comportamos según el tiempo.
Ayer, los vientos moderados de superficie
nos mantuvieron alertas respecto a posibles
cambios de temperatura.
Mi vecino cortó leña de más toda la tarde
y yo lamenté estar solo en un momento
como este.
Hoy la situación es la misma y el leñador
ha comprobado que el calor hace humo
todo el trabajo de una tarde.
Pero a él no le importa porque su mujer
ha puesto a secar ropa junto al fuego
y ha freído unos bocaditos de manzana.
La dicha y la soledad se comportan de igual manera:
hay que trabajar duro para que la confianza de uno
se quede ahí y no se apague.
El humo siempre terminará por hacer su trabajo:
doblarse para que el viento tenga un gesto de piedad
para los que estamos solos.
Así la dicha se anuncia según el tiempo.
Escapa por los hogares y vuela en pedazos por el aire
hasta dejar en el ambiente una extraña sensación
de frío y un ligero aroma a frituras

[Ambos textos del libro Veda negra. Obtenidos de la página del autor: http://www.ricardocosta.com.ar/index.html]


Foto: www.poesiaenvertical.blogspot.com


Andrei Distrievich