martes, 23 de julio de 2013

Aquí fue


Como cada año más o menos por estas fechas, Ramón desatiende sus ya de por sí inconstantes hábitos de escritura y «retirado en la paz de estos desiertos» –recita–, « con pocos, pero doctos libros juntos», se marcha y me deja al cargo de sus asuntos. Me da que no se lleva ni un libro adonde quiera que vaya, que seguro que no es el desierto. Pero lo que me preocupa es cómo componérmelas con todo esto. Deja a medias el diario de ese curioso seductor, que quién sabe de dónde lo habrá sacado –no me creo de ningún modo que sea, como él afirma, una pura invención–, y que no pienso continuar, lo advierto ya de entrada. No ha terminado tampoco su serie de sonetos sobre el soneto y, aunque me deja sus notas, yo no las entiendo. Me deja fragmentos de una elegía en catalán, de la cual desconozco el asunto, y que espera –vanamente– que yo complete:


Torni als meus llavis la mètrica del persa
a recordar que el temps és la diversa
trama de somnis anhelants que som
que un Somiador desconegut dispersa.

[...]

Torni a afirmar que el foc no és més que cendra,

[...]

Torni el teu nom, oh Carmen, als correus
que et van veure arribar, somiar, somiar-nos

[...]
        


Y por último, su última entrada, una invectiva que no me atrevo a juzgar contra un pobre periodista estudiante de latín y perseguido por la justicia –qué culpa tendrá él de que escribir sin copiar sea tan difícil–, me deja en un compromiso, porque no sé si el sujeto vendrá a buscarme lata de gasolina en mano.

         Me queda solo el recurso de la repetición. Y sé que eso es imposible. Aquí fue donde una vez estuve, me leo en el futuro, pero ya no estaré. Bien mirado, lo que soy, lo que estoy siendo, lo que me dejan ser, lo que me dejo ser, ya ha sido, irremediablemente. Y como volveré a este punto, habré hecho bien en no buscar más justificaciones. Me pongo a escribir y ya está, sin pretensiones ni promesas.

         Acudo entonces, más sereno, a un librito que tiene por aquí encima Ramón, uno de los que seguro que no se ha llevado, uno de Edgar Brau, Woodstock, mientras pincho a Jimi Hendrix

Porque se trata de celebrar, en verdad: la comprobación,
en la conciencia de esta atmósfera, de cuán fácil arcilla
son en realidad los hierros del mundo; el reingreso,
en los grandes carteles vacíos del firmamento,
de la escritura que ofrece al ánimo este augurio:
intacta está la sed, y en las manos, tan intacto, el cosquilleo
de acción de cuando nos confiaron esa vez las cosas,
de cuando nos confió esa vez lo mejor el secreto de sus contornos.
Y mira: he aquí que nos alejamos, he aquí que nuestros pasos
atraviesan ya la huella de aquellos días donde estuvo el empeño.
Anda despacio: humillación recogerá siempre en este suelo
la irreverencia que se pretenda sin memoria.

De Woodstock
Naphta & Settembrini
Buenos Aires, 2005
(Tomado de la página del autor, Edgar Brau, http://www.edgarbrau.com.ar/index.html)




Un recuerdo tan solo, que ni siquiera es mío. Y así paso el día, que tampoco me pertenece, esperando consumirlo sin memoria de todo lo perdido...

lunes, 22 de julio de 2013

Singularidad, corrección, pertinencia

Nadie se atreverá a negar que Arturo Pérez Reverte, miembro de la RAE, tiene los méritos literarios suficientes para ocupar su sillón con la letra T (de ¿también?). Tampoco se dudó en su momento que fuera un intachable defensor de las causas justas y de los derechos humanos. Tal vez muchos confundieron al bueno de Alatriste (ficción) con su autor (ficción).

         Nadie negará las excelencias de la prosa del académico, si se le ofrece una buena suma. Leo hoy un arti-culo del insigne, que dejo aquí por si alguien tiene malsana curiosidad, y me encuentro con lo mismo de siempre (la vulgaridad, el estilo chocarrero, los chistes de bar de extrarradios) de Pérez Reverte, pero rebajado. Miren, si no: «qué ocurriría cuando esas prójimas se pasaran la decisión judicial por la bisectriz del chichi» (no es por lo de chichi, lo malo es la burda metáfora bisectriz), o «a fin de dejar las cosas claras y el chocolate espeso» a Pérez Reverte le pesa más Galdós que los huevos a un toro), o esta joyita, que ya sonaba a ventosidad preconstitucional en tiempos de Galdós: «Dura Lex, sed Lex, decían los clásicos. O sea, Duralex».

         Otra cuestión, más allá del estilo, que siempre encontrará defensores y detractores, es la corrección. «Usted la pilla in flagranti delicto, como decían Cicerón y los romanos ésos», escribe Pérez Reverte. Tengo dudas acerca de su competencia en lengua española, pero con este ejemplo me queda claro que el latín no es lo suyo, ni el Derecho. O infraganti, vulgarismo ya aceptado por la Academia, o in flagranti o in flagrante delicto. Qué listillo el colega, dando lecciones a todo el mundo.

         En fin. Cada uno llega adonde llega, y tiene incluso sus lectores. En el caso de Reverte, todos aquellos que se las han arreglado para que su adolescencia protorrevolucionaria se extienda hasta donde su inteligencia no ha podido desarrollarse. O para los que no saben aguantarse las ganas de ir al excusado. Como el propio Pérez Reverte. Observen este fragmento de su artículo, por ejemplo:

La decisión no llegó a tener efecto, porque la Audiencia Provincial de Madrid, especializada en aplicar la ley irreprochablemente, sin casarse con nadie y sin que le tiemble el pulso -algún día contaré una nauseabunda experiencia personal relacionada con ese digno lugar-, ha tumbado la anterior decisión judicial [...].

Me ha costado un buen rato darme cuenta de qué hablaba el autor. Analizando la frase, concluyo que ese digno lugar se refiere a la Audiencia Provincial de Madrid. Entonces he entendido también lo de « nauseabunda experiencia personal»: es la misma Audiencia que hace unas semanas lo ha condenado a pagar una multa de 212.000 euros por plagio. Típica rabieta adolescente con insinuaciones y alusiones veladas.

         Y no quería hablar del pensamiento político de Pérez Reverte, pero no puedo dejar de referirme al final de esta nueva deposición moral suya: «extráñense, por ejemplo, de que una señora que se encuentra al violador de su hija libre en la calle, tan campante, y éste se chotea preguntándole por la niña, compre una lata de gasolina y monte su propia falla casera, resolviéndolo ella misma». ¿Qué? ¿Nos liamos todos a tiros? ¿Hace un linchamiento?

sábado, 20 de julio de 2013

Diario de un seductor desconcertado, III



Martes, mayo de 2012

Aunque coincido con Novalis cuando afirma que «no existe ninguna diferencia real entre teoría y praxis», al menos cuando la teoría está bien formulada, o cuando la realidad es lo suficiente considerada como para no contradecir a la teoría, no ignoro que nuestra época abomina del pensamiento especulativo, y defiende que si bien no se puede prescindir de la especulación al menos sí del pensamiento abstracto: aquí y ahora, el huevo es huevo, y si obedece al impulso de partirse y de batirse y de abalanzarse sobre una sartén con aceite hirviendo, no se lo puede acusar de acabar hecho tortilla ya que el huevo aceptó únicamente sus deseos inmediatos, no las consecuencias derivadas de ellos, mera cuestión de estadística, por otra parte. La actualidad, por tanto, requiere más de ejemplos que de teorías. De hecho, la realidad globalizada ofrece tal multitud de ejemplos que ya nunca queda tiempo de elaborar teorías, salvo que se prescinda de la realidad. Curiosamente, la experiencia total lleva a una teoría de la nada. La humanidad entonces puede actuar como la divinidad omnisciente, que no necesita hipótesis porque conoce todas las certezas. Solo que la humanidad está hecha de individuos sensiblemente más limitados, cuya suma, que llamamos «humanidad», no deja de ser una abstracción teórica.

         Pero ya he dicho que no soy un filósofo. Además, admito que si bien los discursos teóricos pueden ser más precisos, más directos, los ejemplos atenúan su aridez y dan la oportunidad al receptor de situarse en el lugar de la experiencia, de imaginar como suyo lo que siempre será ajeno y de tolerar sin mayores preocupaciones el material especulativo del no siempre bienintencionado pensador. Recurrir a los ejemplos, por otro lado, o a cualquiera de sus formas afines, como la parábola o la fábula, no es más que una común y venial debilidad por la narración que nos sitúa a todos alternativamente como narradores o espectadores varias veces al día.

         En cuanto a mis ejemplos, puedo ofrecerlos con generosidad, como para dar muestra de que no soy un idealista ni un técnico de laboratorio y que en mi caso experimento y experimentador son una misma cosa. Sométase a examen, para no andarnos más por las ramas, una aventurilla que aún me tiene el alma, el cuerpo y la cartera en vilo. Hace un par de días envié –bien podría decir que disparé– un correo electrónico. La ocasión era propicia: ya tenía lo suficiente para poner un precio. Un correo a mi última amante sugiriéndole una cierta cantidad. Nada. Una insignificancia, en realidad, teniendo en cuenta lo que podría llegar a exigir. Desde luego, soy consciente de que una amante, por mucho que sea una mujer casada, medianamente acomodada, con un buen sueldo y sin cargas hipotecarias, es un organismo dedicado al hogar, y en este caso también dispuesto a dedicar cierta parte de su presupuesto al placer extraconyugal, y me refiero al placer en abstracto, sin insinuaciones específicas ni limitaciones de ningún tipo, pero no una institución dedicada al mantenimiento de una diversión en concreto y, desde el envío de un correo así, completamente extinguido. La sustitución del erotismo por la economía, incluso en las clases medias, enfría otros estímulos de naturaleza siquiera remotamente más afectiva en favor de preocupaciones más inmediatas, en una especie de proceso alquímico a la inversa. El estilo del correo tiene, por tanto, que contemplar esta particularidad.

         De nuevo, obligado por los acontecimientos, me veo presionado a seducir, y esta vez privado de las ventajas que ofrecen la comunicación oral, la comunicación no verbal y las sutilezas del contacto visual y manual. Además, y desafortunadamente, un correo de esta naturaleza presenta muchas posibilidades potenciales, tanto de redacción como –y no forzosamente como consecuencia de su forma– de resultado. Seducir, considérese, consiste también en advertir, clasificar y actuar en función de estas circunstancias. Por supuesto, me incomoda profundamente la actitud de quienes en escenarios similares recomiendan actuar con un cierto distanciamiento, esa metáfora espacial que a mí se me figura como la escena ridícula de una conversación a gritos en medio de un desierto, de duna a duna. La comparación con un intercambio de correos electrónicos también me parece impertinente. No contempla la expresión de la afectividad, y cuando se trata del ámbito sentimental, el «distanciamiento» es una imagen del todo inoperante, y más bien encubre y distorsiona la esencia de esta cuestión, una de cuyas particularidades más significativas es el estado emocional en que puedo prever que se encontrará mi amante cuando abra su correo y deslice su incrédula mirada por las afectuosas, calculadas, implacables líneas que le envío con un estilo maravillosamente cautivador, de lo mejor del gremio.

domingo, 14 de julio de 2013

Diario de un seductor desconcertado, II


Miércoles, octubre de 2011

Si estuviera en disposición de decidirlo por mí mismo, seduciría poco, poquísimo y, solamente grosso modo, desenfadadamente, sin premeditación. Escogería, eso sí, y aunque resulte paradójico frente a lo que acabo de decir, las condiciones más oportunas. Quiero decir –y esto resuelve la aparente paradoja– cuando estuviera libre de los efectos turbadores de la ebriedad o de la urgencia del apetito sexual o de cualquier sentimiento que me distrajera de ese objetivo de seducir –y consiento ahora una nueva paradoja, esta vez sin solución– distraídamente. Me aplicaría entonces a seducir sin la más mínima metodología, a paso de tortuga o a mata caballo, sin importarme si me llevo gato por liebre o un lobo con piel de cordero, en días soleados y con un tiempo de perros, como una cabra pero sin ser nunca un gallina, a gatas, pegándome como una lapa, cortando el bacalao, comportándome como un cerdo o como un gusano, más terco que una mula, listo como un lince o burro como un burro, a lo bestia, como un toro.

         Exagero, claro, y solo hablo por diferir la aceptación de la evidencia, porque soy consciente de que vivir sin seducir es imposible, es absurdo, un disparate, una ridiculez. Y, puestos a seducir, hacerlo hasta la saciedad y con obstinación y entusiasmadamente y con asiduidad y buscando siempre el camino más rápido y el más eficaz y el menos peligroso, es lo más razonable. Reconozco que en esto último se encuentra el punto comprometido de mi exposición. Pero ¿cómo si no podría considerarse seriamente este asunto? Seducir implica, por fuerza, examinar con atención el vasto conjunto de eventualidades que pueden participar en el proceso, las consecuencias, los riesgos, los fracasos, los desenlaces fatales –a veces derivados del éxito– susceptibles de trastornar significativamente la vida y la personalidad tanto del seductor como del seducido. Pero esto solo es aplicable a los seductores profesionales, no a los vocacionales.

         Hago uso de expresiones generales y neutras, intencionalmente imprecisas, porque no pretendo teorizar sobre la seducción (no soy un seductor, repito, pero tampoco un filósofo) y porque quiero además dejar claro que soy consciente de la diversidad de posibilidades, más allá de mi propia experiencia, que a cualquiera en una situación similar a la mía pueden presentársele. En cuanto a mi propio conocimiento práctico, ya lo he insinuado, no tengo método. Escribiré, eso sí, cuando lo crea conveniente, sobre algunos hechos concretos, pero nada más lejos de mi propósito que exponer un manual de amor. Como el impulso de seducir, el de razonar y el de escribir sobre lo razonado se parecen a una avenida interminable con múltiples intersecciones, todas ellas sin salida. Cuando uno llega a esta conclusión, ya no resulta tan extraordinario un hecho, un paso determinado, ni siquiera el camino mismo: lo que importa es seguir en pie, inclinar el peso hacia la derecha, hacia la izquierda, sucesivamente. La espiga nace de otra espiga de otra espiga de otra espiga. Tras la puerta hay otra puerta y otra puerta y otra puerta... Nadie puede decir al final de qué lado del laberinto se encuentra realmente, ni si su centro está en todas partes y sus límites en ninguna.

         Vivo así en un movimiento perpetuo en que no interesan tanto los avances y retrocesos como las oscilaciones de las circunstancias, los besos concedidos sin premeditación, las amadas imperfecciones de una piel ya confiada, ese cuerpo desnudo, no la abstracta desnudez. Y sobre todo, los contratiempos: ese coito desacompasado como un verso truncado, ese coqueteo banal e intrascendente como una rima fácil, esa relación cenagosa como un adjetivo impreciso. No advierto disimilitudes entre los desafíos del poeta y los míos. Un problema de ritmo o de gusto o de oportunidad. El crítico de la existencia del seductor y el biógrafo de la obra del poeta percibirán con facilidad la misma tensión de fondo, la misma impaciencia, el idéntico vértigo ante la infinitud y no discutirán de superficialidades: el exceso de retórica del seductor o la ausencia de lirismo del poeta. La poesía, a fin de cuentas, es solo la poesía. Lo que interesa es esa muchedumbre de exigencias personales, esa íntima necesidad –de ningún modo estética, y nada más alejado del narcisismo del seductor de Kierkegaard– de ser poeta, de ser un seductor.