jueves, 28 de febrero de 2013

Un poema de Czesław Miłosz


Si hay una cosa que puede hacer que me interese por una obra literaria, además de la pura belleza estética –operación de la inteligencia, salvo en la fábula del Burro y la Flauta–, es su grandeza ética –producto también de la inteligencia, como lo es también la perversidad, con la salvedad en ambos casos, de la mayoría de los actos humanos, que se deben a la pura estupidez. Es el caso de Czesław Miłosz, del que solo puedo juzgar la ética, ya que desconozco minuciosamente el polaco.



Me ahorraré las noticias biográficas, así como los comentarios generales sobre su obra, que pueden encontrarse con facilidad, dado el reciente y creciente interés por la literatura en lengua polaca (Miłosz, quiero solo recordar, era en realidad lituano, pero de una familia de lengua polaca, y murió en Polonia, en Cracovia, patria, por cierto, de la señora Bor, de quien he escrito en otras ocasiones). Me limito únicamente a reproducir algunos fragmentos del que es tal vez su poema más conocido, Hijo de Europa.

El poema, dividido en varios números o secciones está escrito bajo el recuerdo cercano de la última guerra mundial, que Miłosz vivió en Varsovia, y dominado por un doloroso sarcasmo contra las actitudes que llevaron a la guerra, contra sus actores y sus cómplices, podría decirse que contra la especie humana en general. La traducción es de Xavier Farré, nacido en L’Espluga de Francolí (Tarragona) y prácticamente reusense de adopción:


HIJO DE EUROPA
1
[...]
Nos salvamos gracias a la astucia y al conocimiento,
enviando a los otros a lugares más peligrosos,
azuzándolos con gritos para la batalla,
retirándonos cuando preveíamos que todo estaba perdido.
[…]
4
[...]
Que la mentira sea más lógica que los acontecimientos,
para que los cansados del viaje encuentren reposo en ella.
[...]
5
[...]
La voz de la pasión es mejor que la voz del entendimiento,
puesto que los impasibles no pueden cambiar la historia.
6
No ames ningún país, los países fácilmente desaparecen.
No ames ninguna ciudad: fácilmente caen en ruinas.
[...]
7
Quien habla de la historia está siempre seguro,
en su contra no se levantarán los muertos.
Puedes atribuirles los hechos que desees,
su respuesta siempre será el silencio.
De las profundidades de la noche emerge una cara vacía.
Le darás los rasgos que te sean necesarios.
Orgulloso de tu poder sobre las personas muertas hace tiempo
cambia el pasado a tu propia, mejor, semejanza.
Nueva York, 1946

(Traducción de Xavier Farré en Czesław Miłosz, Tierra inalcanzable, Antología poética, Galaxia Gutenberg, pp. 99-103)


Más de sesenta años después de este texto, su hiriente ironía parece no haber caducado. La mentira sigue siendo más lógica que los acontecimientos, porque los acontecimientos no tienen un propósito y la primera sí, y de él se extrae un beneficio. Los que incitan al cambio siguen acudiendo a las pasiones de la gente, habitualmente a las más indignas, como el deseo personal de ser más poderoso económicamente, de convivir solo con los iguales de uno, con los que aplaudirán siempre nuestros actos, los mismos actos que tal vez nos convertirán en todo aquello que despreciamos de los demás. Las bajas pasiones, no las altas razones, siguen cambiando la historia.

La historia, sobre todo la historia. Todos los autoritarismos, todos los regeneracionismos, todos los nacionalismos la manipulan por igual. Así, los que son héroes para algunos, son villanos para otros. La mayoría, sin embargo, desde un punto de vista más objetivo, fueron todos villanos: empuñaron un arma o lo que es peor, instaron a otros a empuñarla.

Los verdaderos héroes, en cambio, nunca son recordados, no se conoce sus nombres. Solo, alguna vez, se alude a ellos vagamente con indiferencia o con desprecio por sus actos atroces (no documentados): razonar, no mentir, no ceder ante las falsificaciones ni los intereses de los gobiernos incluso de los mal llamados democráticos (porque la idea de la democracia se ha pervertido tanto que ya no es una idea sino una más de las pasiones a las que antes me refería), no matar y no inducir a ello.

domingo, 24 de febrero de 2013

Bendito el hombre

Acabo de hacerme, sospecho, un nuevo enemigo. No me siento orgulloso, es cierto, pero tampoco lo lamento. El motivo, una simple corrección. En el fondo, un exorcismo:

Recibo un correo de un conocido, dirigido a una enorme lista de contactos suyos entre los que hace tiempo que ha cometido la imprudencia de incluirme (admito también que hasta el momento, la incomodidad solo la soportaba yo). El mensaje anuncia la inminente puesta a la venta de la segunda edición del último (y hay que precisar que también, afortunadamente, el único) libro del mismo remitente del correo. Todo hubiera quedado ahí de no haber sido porque antes de proceder a la piadosa eliminación de la impertinente correspondencia, vuelvo a leer las breves líneas con mayor cuidado. Dicen exactamente “segunda edición”.

Teniendo presente, gracias a la infinidad de avisos sobre presentaciones, intimidaciones a la compra, reparto de caramelos concernientes a la primera edición, de hace apenas dos meses, decido entonces responder al mensaje advirtiendo a su autor que, aunque el uso está totalmente extendido y el diccionario lo permite, es más exacto que figure como “reimpresión” o, si se prefiere, reedición, ya que “segunda edición” hace pensar que el texto presenta alguna novedad, sea por corrección, aumento (no los permitan los dioses, pienso, y no tengan que contemplarlo ojos humanos) o reducción (a lo que yo mismo contribuiría sin ningún tipo de remuneración, vuelvo a pensar, dejando solo las tapas).

Su respuesta, que ni siquiera esperaba, es tan desproporcionada como insensata, acusándome, entre otras cosas horribles, de ser un envidioso y de mostrar un excesivo apego por el significado de las palabras, como si solo en eso consistiese la literatura. Tengo que admitir que, al menos en su caso, tiene razón en lo último.

Mi réplica, que se ha convertido, me temo (porque empezaba a pasármelo bien), en definitiva, obviaba todas estas acusaciones e incluso omitía toda referencia al habitual tonillo engreído del personaje (la vanidad, un defecto del que nadie está exento, siempre me ha parecido merecedora de cierta misericordia), pero animado por la constante invitación de sus correos a dedicarle comentarios de su obra en su blog, en su facebook, en su twitter, en los muros de su casa, en las nubes que cruzan por el cielo de su calle, no he podido menos que cumplir en parte sus deseos y expresar mi más sincera opinión sobre sus escritos. Un dictamen que me he visto obligado a terminar con una cita de George Eliot que incluso mi interlocutor habrá admitido que ciertamente significa lo que significa:

Bendito el hombre que no teniendo nada que decir se abstiene de demostrarlo con sus palabras.

Eso explica, en parte, la reciente disminución de mi correspondencia.

miércoles, 13 de febrero de 2013

Bajo la lluvia, de J. Jorge Sánchez


A finales del mes pasado J. Jorge Sánchez presentaba en Madrid su último trabajo poético, Bajo la lluvia, que inaugura la colección Visual Poética de LVR[ediciones, y que cuenta con la compañía de las fotografías de José Naveiras García.



El libro constituye, como declara la misma nota de prensa de la editorial, una colaboración entre dos disciplinas artísticas, no una simple adición de las mismas. Sé que José Naveiras tiene ya una larga experiencia como diseñador de portadas, cooperaciones similares a Bajo la lluvia, además de sus series fotográficas independientes. Poco entiendo de fotografía, como de las artes plásticas en general. A lo sumo, soy capaz de decir, a veces no sin ciertos titubeos, que una fotografía me gusta o me disgusta. Algunos dirán, no sin algún fundamento, que con eso es suficiente. Al fin y al cabo, tampoco entiendo de mujeres pero soy capaz discernir, conforme a mi criterio (el único que me interesa en este aspecto), si encuentro hermosa o no a una en particular. Independientemente de mis conocimientos, siempre soy fiel a mi propia estética. Sin otro elemento de juicio, también resuelvo aceptar sin vacilaciones, que la obra de José Naveiras me gusta y me interesa.

En cuanto a la poesía, la perspectiva es diferente: la leo con la convicción de que la entiendo, y la estimo en función de esa íntima certidumbre. En este caso, independientemente de mis conocimientos reales, soy siempre también honesto con mi propia fe. Conozco, además (o al menos he leído con insistencia), los anteriores trabajos poéticos de J. Jorge Sánchez, una obra siempre en construcción por la continua reflexión exigida a sus lectores, y fuertemente intervenida por la filosofía, la ética, la historia y la política (muestra de todo ello y más es también su blog Bajo la lluvia). Dos libros preceden a Bajo la lluvia: el osado, por el tema y su tratamiento, Del Tercer Reich y el sorprendente Filosofía de la minucia, que, haciendo uso de una primera persona femenina, contrasta la cotidianeidad con temas de grandes autores de la historia de la filosofía.

A la espera, llena de ávida impaciencia, de tener entre mis manos Bajo la lluvia y poder leerlo y comentarlo, reproduzco uno de los textos de Filosofía de la minucia, muestra de lo que he comentado y sobre todo de todo eso que admiro porque yo no soy capaz de decir (pero dejo aquí un comentario extenso del libro: Filosofía de la minucia):

EL CAPITAL
Karl Marx

En ocasiones los versos cruzan mis labios
mientras espero que le quiten la piel al lenguado
y le extraigan la espina central;
mientras las manzanas van depositándose en la bolsa
para ser calibradas;
mientras acomodo los huevos en el carro de la compra
buscándoles esa posición que garantice su supervivencia.
Cruzan mis labios con premura,
carentes de ritmo y sonoridad, de sentido,
y se pierden porque no tengo dónde apuntarlos
porque no tengo armas para obligarles a frenar.
Se pierden aunque intente repetirlos
y acelere el paso y desestime los comentarios de los tenderos.
Se pierden.
Se pierden incluso en casa,
mientras estoy fregando los platos
creyendo que la espuma del lavavajillas es hermana de la del mar;
mientras baño a la cría
y al aclarar su cabello enjabonado me acerque a la ducha tras la playa;
mientras recojo los platos de la cena
como si de un piscolabis nocturno en jardín veraniego se tratara.
Se pierden porque nunca termina de llegar
ese acontecimiento propicio que interrumpiría
la cadena de tareas que se ligan fervorosamente.

J. Jorge Sánchez, de Filosofía de la minucia, Bartleby, 2008)