martes, 26 de abril de 2011

¿Qué se escribe cuando se escribe Gonzalo Rojas?

Ayer mismo volvía de Chile, frustrado por no haber encontrado dos o tres libros que buscaba, después de haber fatigado las (escasas) librerías de Santiago. Seguramente, los encontraré en Barcelona. Tal vez olvide incluso mi frustración (esa en concreto, no las otras) y esos libros. Difícilmente me olvide de Gonzalo Rojas. Vi sus libros en Santiago pero los pasé por alto, desdeñoso, no por falta de aprecio (es verdadera devoción) hacia su poesía sino porque, me dije, ya lo tengo, tengo varias cosas, por ejemplo, no me hagan revolver mi desordenada biblioteca, por favor, la cómoda reunión que publicó Visor, Metamorfosis de lo mismo; lo leí pronto, en los ochenta, y desde entonces lo he seguido muy regularmente. Ya lo leí, ya lo tengo, quiero decir ya no lo leo.
Me pregunto cuántos de los libros que se aprietan en los estantes de las librerías de mi casa están cerrados para siempre. No es el caso de los de Gonzalo Rojas, es cierto, pero tener un libro se parece muchas veces a hacer una confesión. Uno declara sus pecados, brevemente se arrepiente, brevemente hace propósito de enmienda, brevemente la olvida. Cuando hoy he sabido la muerte de Gonzalo Rojas, después del disgusto y de una breve conversación sobre su poesía, he ido a buscar la colección que antes decía. La he encontrado enseguida y he comenzado a hojear sus páginas. Me ha sorprendido no encontrar ninguna señal, ningún punto de libro, ni una esquina doblada, como tengo en casi todos mis libros. Y pronto he recordado, es porque me gustan todos sus poemas.
Estaba tentado de escribir ahora: pongo aquí un poema suyo y no voy a decir nada de Gonzalo Rojas, porque su poesía ya lo dice todo. Además de la enorme cursilería que eso es (lo oí decir de mí mismo en una ocasión y nunca me he reído tanto), se trata de una falsedad imperdonable. Claro, todo el mundo se atreve con los poetas. A nadie, en cambio, se le ocurriría decir oigan, no quieran saber nada de Beethoven, todo él está en su música (un tanto de semicorcheas, unos timbales por aquí, unas síncopas por allá), o de Picasso, miren, miren sus cuadros, eso era él (la cabeza o parte a un lado, un cuerno por el otro, ay, en esa mezcla exacta veo un peculiar desasosiego, allí el carboncillo de un resfriado, un cuerno, un cuerno). No. No voy hablar de Gonzalo Rojas porque ahora todo el mundo hablará de él, incluso en Chile, donde solo se habla de Neruda (no es la peor costumbre intelectual concebible pero no es tampoco un espectáculo agradable), y yo no soy más que un pobre lector desordenado y diletante. Gonzalo Rojas merece mejores glosadores que yo. Solo diré lo que enseguida me viene a la cabeza, después de la recomendación que hacía Alberto Infante a propósito de su, hasta entonces, poesía completa, "si les gusta la poesía, lean este libro, si no les gusta (o no leen poesía habitualmente) léanlo también", y es que Gonzalo Rojas es un poeta para todos, para unos pocos, que hablaba de las cosas que cualquiera, aunque sea analfabeto, se pregunta, que escribía y reescribía a sus poetas (Vallejo, Quevedo, Hölderlin, Rimbaud, todos los grandes), y que ironizaba sobre ellos y que al mismo tiempo se los tomaba muy en serio, que no le interesaba el mundo pero le interesaba el Mundo, que además era uno de esos poetas que molestan tanto a los poetas, los "poetas poéticos" que diría su compatriota Vicente Huidobro. Y callo. Ahora que le hagan homenajes, que le erijan estatuas, que hagan camisetas con sus versos. Es igual. Su reino no es de este mundo.


¿Qué se ama cuando se ama?

¿Qué se ama cuando se ama, mi Dios: la luz terrible de la vida
o la luz de la muerte? ¿Qué se busca, qué se halla, qué
es eso: ¿amor? ¿Quién es? ¿La mujer con su hondura, sus rosas, sus volcanes,
o este sol colorado que es mi sangre furiosa
cuando entro en ella hasta las últimas raíces?

¿O todo es un gran juego, Dios mío, y no hay mujer
ni hay hombre sino un solo cuerpo: el tuyo,
repartido en estrellas de hermosura, en partículas fugaces
de eternidad visible?

Me muero en esto, oh Dios, en esta guerra
de ir y venir entre ellas por las calles, de no poder amar
trescientas a la vez, porque estoy condenado siempre a una,
a esa una, a esa única que me diste en el viejo paraíso.

Gonzalo Rojas