lunes, 28 de noviembre de 2011

Mínima acritud

Mario Loppo era inclinado a la ironía y hasta al humor desenfadado muchas veces. No podía evitar sin embargo, incluso en esas circunstancias o en sus poemas más festivos alguna severidad final, como si, recordara de pronto que, en definitiva, hasta en la más ingenua broma se esconde una funesta amenaza y recordara a Ovidio en ese quocumque adspicio nihil est, nisi mortis imago. Luego, después de habernos sacudido con una sentencia terrible, volvía como si nada a su alegría habitual, tal vez porque era consciente, como Stanislaw Lem, de que el universo es plenamente racional, pero sus habitantes no lo son.

En una de esas ocasiones, en una lectura literaria pública que se celebraba por algún motivo que no recuerdo (acompañé a Mario Loppo a numerosísimos actos de este tipo, y yo, más dado a la contemplación de la belleza femenina y a la -casi siempre moderada, es cierto- ingestión etílica, no soy capaz de recomponerlos todos con precisión), Mario leyó un poema del que afortunadamente le pedí copia entonces, porque no he encontrado otra entre sus manuscritos, y que decía así:

Al cubito del cubata

Sin pánico, sin lástima, sin ira
sopeso lo vivido: escoria y paja
que el viento del olvido desmigaja
antes de hacer de mi esperanza pira.
Tiempo que fue parece una mentira
pues donde ayer serví fría ventaja
hoy solo hay un vestigio, y la mortaja
del vaso, en que la muerte ya conspira.
Yo, que besé los labios de la hermosa,
hoy solo obtengo un desdeñoso gesto.
De lo que fui, ya apenas queda un resto
de licor tibio y de fundido hielo.
Vivir, morir, son una misma cosa.
Otro infierno no espero, ni otro cielo.

martes, 15 de noviembre de 2011

Traducción y originalidad

Los interminables debates que habitualmente suele englobar la etiqueta "tradición y originalidad" frecuentan a menudo los arduos territorios de la traducción. Fidelidad al contenido o a la forma, reverencia a la lengua de origen o lealtad hacia la lengua de destino son algunos de los extremos de una discusión en la que no quiero entrar, porque tengo ideas contradictorias al respecto y, esencialmente, porque me aburre. En cuanto a la originalidad, idea que alimenta (o emponzoña) la creación artística desde el romanticismo, me remito a la paradoja que sobre la cuestión expresaba Adolfo Bioy Casares: "En los años que vivimos la busca de la originalidad se ha convertido, entre los escritores, los artistas y sus adláteres, en un auténtico movimiento de masas, o dicho simplemente, en una moda, que es la negación de la originalidad."
Ya que ha quedado clara mi postura al respecto (o no, de ninguna manera) sobre la originalidad, que me la transporta al céfiro, y sobre la necesidad de una regla inquebrantable para los ejercicios de traducción, que otro tanto, me ahorro defender la traducción de Màrius Llop al catalán del célebre y incontablemente traducido soneto CXVI de Shakespeare, "Let me not to the marriage of true minds", que reproduzco primero:

Let me not to the marriage of true minds
Admit impediments. Love is not love
Which alters when it alteration finds,
Or bends with the remover to remove:
O no! it is an ever-fixed mark
That looks on tempests and is never shaken;
It is the star to every wandering bark,
Whose worth's unknown, although his height be taken.
Love's not Time's fool, though rosy lips and cheeks
Within his bending sickle's compass come:
Love alters not with his brief hours and weeks,
But bears it out even to the edge of doom.
If this be error and upon me proved,
I never writ, nor no man ever loved.

William Shakespeare

La traducción de Màrius Llop es manifiestamente imperfecta, es cierto. Mezcla, por ejemplo, la rima asonante y la consonante y, en algún momento, no es del todo fiel al original. Sin embargo, tal vez por la amistad que me unía con él, tal vez porque no me cuesta reconocer que yo hubiera sido incapaz de una adaptación mejor, y menos aún en catalán, no puedo menos que expresar mi debilidad por esta versión que fluye en versos de un ritmo suave, en absoluto forzados como suele apreciarse en la mayoría de los casos:

Concediu que a la unió dels semblants d’esperit
no admeti impediments. L’amor ja no és amor
si també, quan veu canvis, altera el seu sentit,
i, com el tornassol, canvia de color:

l’amor és com el far que immòbil en un punt
contempla les tempestes sense cap variació;
per als vaixells errants és l’estrella del rumb,
de magnitud ignota, d’exacta posició.

No és el bufó del temps, tot i que llavis, cara,
pereixin agostats sota la seva fúria;
i no pateix per causa de tan curta durada
sinó que es reafirma en la final ruïna.

I si això és un error i en mi un dia es provés,
cap home ha estimat mai, i jo no he escrit mai res.

William Shakespeare, soneto CXVI, traducción de Màrius Llop

martes, 1 de noviembre de 2011

Un no sé qué que quedan balbuciendo

Seguro que San Juan de la Cruz no estaba pensando en la forma que tiene la poesía lírica de crear mundos posibles cuando escribía su Cántico espiritual, pero creo que hubiera escrito el mismo verso después de leer cierto artículo que ha llegado a mis manos (y del que escuso no decir título ni autor, respetando la posibilidad del propósito de enmienda).
El ensayo en cuestión no es en ningún modo incompetente. Contiene ideas tan interesantes como la tierna pretensión de que el arte tenga como objetivo inexcusable constituir una especie de fe de vida: "la razón fundamental del arte ha de ser contribuir en la identificación del ser en su situación de existente". Sí, confieso que me ha emocionado. Es cierto que no es una idea original. El adolescente que graba su nombre en la corteza de un árbol no pretende otra cosa que afirmar yo estuve aquí, yo viví y este es mi nombre. El problema es que el arte no demuestra la existencia del mundo (que sin embargo existe), y limitar su ejecución a la mera afirmación del yo y a la obtención de la fama y la pervivencia en la posteridad no solo es completamente decepcionante sino que, en buena medida, es falso (pero es muy bonito, mucho, como decía, y por eso toda objeción es fruto de una envidia del todo consciente).
Sin insistir en la discusión de esta y de otras ideas, porque comprendo que los juicios sobre ellas son y quieren ser subjetivos, lo que me hace pensar que me encuentro ante un artículo de enorme valía es la extrañísima y desusada terminología de que se sirve. Algunos la censurarán y la degradarán a pura jerga, pero yo la defiendo precisamente porque atenta contra la comprensión y nos acerca a la entropía de la comunicación, cuanto antes mejor. Así, por ejemplo, encontramos el concepto de cosmificación, que es "la plasmación de un mundo posible alternativo, que sugiere algún tipo de relación con el mundo real", los dictámenes de que, en poesía, "el sujeto consigue extraponerse, poseer un excedente de visión", de que "el modo lírico tiene su basamento en el pasado, en la anterioridad que se interioriza”, o el que, cambiando de género, afirma que "el modo dramático es la síntesis que presentifica el juego y el diálogo".
Como decía, siempre habrá quien manifieste su desaprobación ante el uso de tales términos. Incluso a mí mismo, en algún momento, me han desconcertado. No tengo, sin embargo, más remedio que rendirme a la elocuencia del autor o autora de este ensayo y a sus didácticos esfuerzos por situarnos con precisión en el espacio (si bien es cierto que siempre en el mismo lado de la nada), como muestran estos dos ejemplos:
el referente o extensión incumbe al estudio de la ficcionalidad en la medida en que nos centremos en cómo es intensionalizado
y:
el sujeto emisor intensionaliza el referente y el sujeto receptor, pasando por la intensión, interpreta el plano extensional.
Tengo que excusarme ahora por no presentificar nada más del intensionante contenido del artículo. Extraponer aquí algunas citas más, aunque no del todo prescinditables y que sin duda serían tan ilustrificacionantes como las anteriorizacionadas, nos llevaría inevitacionalmente a su cosmificación. Acabo, eso sí, con unas palabras de su conclusión que, como que no concluyen nada (maestría de su estructura, que afecta también al sentido, protagonista de una poderosa elipsis que afecta a todo el texto), no perjudican en modo alguno la lectura:
El acto comprensivo implica la reunión del todo y sus partes. El sujeto comprensor anticipa el sentido a partir de su acceso a las partes. Sin embargo, esto no lleva a una aprehensión parcial, pues para comunicar la comprensión —es decir, para interpretar—se requiere llegar al todo, teniendo como senda a las partes y, al mismo tiempo, contemplar las partes como conformantes de ese todo.